Buscando la
Cara del Señor
Los sacerdotes deben rezar con devoción para servir a Cristo y ser su ejemplo
La ordenación del obispo Paul D. Etienne en Cheyenne, Wyoming, fue un momento de orgullo para su familia y para nuestra arquidiócesis. El nuevo obispo reconoció su necesidad de oración y de apoyo.
Cristo llama a algunos de la comunidad de fieles para que actúen en su nombre, como Cabeza del Cuerpo, maestro y sacerdote, pastor y prometido de la Iglesia, en calidad de sacerdotes ordenados.
Cristo eligió a los Doce quienes, a su vez, designaron sucesores y obispos nombrados para llevar adelante el ministerio tangible de Jesús en la Iglesia.
Desde el principio resultó evidente que los propios obispos no podían desempeñar funciones de ministros. Designaron diáconos para que les ayudaran con el ministerio de la caridad, junto con toda la comunidad de feligreses.
A medida que la comunidad cristiana se hacía más grande, los obispos ya no podían fungir como pastores locales en el creciente número de iglesias, de modo que ordenaron asistentes, compañeros de trabajo llamados presbíteros, sacerdotes, a quienes facultaron para que se desempeñaran como vicarios en su nombre.
Es por ello que se dice que los sacerdotes están llamados a compartir el sacerdocio del obispo, y éste, junto con el presbiterio, forman una communio de ministerio sacerdotal, para contribuir a la unidad de la Iglesia.
Nuestros ritos litúrgicos indican que los sacerdotes se ordenan para ser mis ayudantes, como arzobispo de esta Iglesia local, y se convierten en miembros del colegio de presbíteros de la arquidiócesis.
El ritual de la ordenación confiere especial atención a la promesa de obediencia al obispo y a sus sucesores. La obediencia del sacerdote mantiene la tradición recibida de Jesús a través de los Apóstoles y sus sucesores, en pro de la unidad de su Cuerpo. La obediencia y la lealtad obran en favor de la unidad de la Iglesia. Obedecer no siempre es fácil. Es un don para la unidad. Sin fe, es imposible lograrlo. Constituye un acto de confianza: ¡Hay que remar mar adentro!
La obediencia del sacerdote supone un compromiso para respetar a los hermanos sacerdotes y al pueblo de Dios. Los sacerdotes se necesitan unos a otros, y en conjunto, necesitan de todos nuestros hermanos y hermanas en la fe y nos necesitan a nosotros.
A través de la obediencia, lo sacerdotes reciben y transmiten la tradición y la enseñanza magisterial de la Iglesia a la cual se le ha confiado la Palabra de Dios. Por tanto, resulta trascendental que los sacerdotes otorguen especial importancia a la enseñanza y a la predicación. Se nos exhorta a meditar con regocijo sobre la Palabra de Dios, a creer en lo que leemos, a enseñar nuestra fe y a practicar lo que enseñamos.
Pero recordemos que, tal como señala el Papa Juan Pablo II en su carta apostólica “Novo Millenio Ineunte,” la gente no sólo quiere que hablemos de Jesús, quien es el centro de toda la evangelización. Quieren ver a Jesús.
Para poder mostrar el rostro de Cristo a los demás, los sacerdotes deben contemplar primero su rostro en los Evangelios. Para servir en el nombre de Cristo debemos conocer personalmente a Cristo y eso ocurre en la oración. Recordamos constantemente nuestra obligación como sacerdotes de ser hombres de oración. La trascendencia de nuestro ministerio para los demás se rige por el valor de nuestra oración. De lo contrario, es meramente otra forma de servicio social.
Quizá la oración ferviente sea uno de los dones personales más importante que aportamos al ministerio en nuestra arquidiócesis. Sin embargo, en la práctica sabemos que las exigencias del servicio pastoral ponen a prueba nuestra lealtad a la oración. Enfrentamos el desafío de recordar que la oración es la clave para la alegría en el ministerio, ya que la oración personal es la clave para la lealtad. Es nuestra red de seguridad mientras “remamos mar adentro.”
El legado de la sabia experiencia de los años es la Liturgia de las Horas que nos ayuda a moldear nuestra oración con el fin de permitir que el Espíritu nos guíe y no simplemente dejar que nos guiemos por cuenta propia. Prometemos rezar el breviario como intercesores del pueblo de Dios y en su nombre. Ese es es uno de los ministerios más poderosos y ciertamente de los menos reconocidos.
Los sacerdotes debemos vivir la vida sencilla del Evangelio, de una forma que sea reflejo de Jesús, a quien servimos. Lo que la Iglesia necesita de nosotros como sacerdotes, más que cualquier otra cosa, es integridad y santidad.
En una cultura pornográfica y en medio de gente solitaria, no rechazamos sino que afirmamos la sexualidad humana, el tesoro de la familia y del matrimonio. Y al igual que Jesús, optamos por ofrecer un amor casto y ser célibes para poder amar a la mayoría y no tan sólo a unos pocos. Este, al igual que otros aspectos de la vida sencilla que predica el Evangelio, va en contra de la cultura actual.
Sabemos que por nuestra propia voluntad seríamos incapaces de vivir la vida sencilla que predica el Evangelio, tal como lo hizo Jesús. Pero mediante la gracia única de las Órdenes Sagradas, con la ayuda de Dios, podemos lograrlo.
En la oración recordamos que sólo Su gracia basta, en las buenas y en las malas. ¡Dios no nos abandona mientras continuamos remando mar adentro! †