Buscando la
Cara del Señor
Los crucifijos acogen el realismo cristiano sobre la vida, la muerte y la resurrección
En la Semana Santa contemplamos el rostro torturado de Jesús mientras cuelga en la cruz de un criminal, fuera de los muros de la ciudad. Es la escena de la humillación y la degradación, una doble deshonra: morir como un criminal y el destierro fuera de los muros de la ciudad sagrada.
El difunto cardenal Joseph L. Bernardin describió en una oportunidad una fotografía de un libro que le fue entregado durante el Holocausto.
“Dos hombres se miran. Uno es un soldado nazi. El otro es un civil judío. [...] La boca del soldado parece a punto de esbozar una risa burlona. Por su expresión, se diría que está disfrutando lo que hace. En contraposición, el rostro del civil judío está desfigurado, desencajado, como si estuviera a punto de romper en llanto. En su semblante se aprecia un enorme dolor, aflicción, agonía y vergüenza. En su mano derecha el soldado blande unas tijeras, no un arma. Está cortándole la barba y los tirabuzones al fiel judío. La leyenda de la foto reza: ‘Cortar o arrancar la barba y los tirabuzones de los judíos ortodoxos frente a turbas burlonas era el pasatiempo favorito de la Polonia ocupada.’ ”
El difunto Cardenal preguntaba: “¿Por qué conservo en la memoria esta fotografía? Al menos en apariencia es mucho menos pérfida que las fotos de cuerpos enflaquecidos que yacen desparramados en enormes fosas comunes. [...] ¿Por qué llama la atención? Porque está muy próximo a ser algo común. Porque no es tan horrible que se convierte en algo ajeno a nuestra propia experiencia. Porque se encuentra dentro del reino de nuestras propias posibilidades de crueldad” (Bernardin, The Journey to Peace: Reflections on Faith, Embracing Suffering, and Finding New Life [El camino a la paz: reflexiones sobre la fe, aceptar el sufrimiento y el encuentro de la nueva vida], pp. 97-98).
El cardenal Bernardin puntualizó que, mientras observamos esta escena nos damos cuenta de que en nuestros peores momentos somos capaces de ridiculizar despiadadamente. Una persona puede transformar la simple acción que los barberos llevan a cabo todos los días en un humillante acto de profanación. En un rostro se aprecia una sonrisa afectada; en el otro hay un profundo dolor, humillación y pérdida.
Esta semana, mientras contemplamos el rostro torturado de Jesús en la cruz, convendría que reflexionáramos sobre nuestra capacidad para herir a los demás.
No, no crucificaríamos a Cristo. No mataríamos a otra persona. Pero podríamos burlarnos de otra persona. Podríamos humillar a otra persona. Los niños pueden amedrentarse entre sí en el parque. Los adultos pueden contar chistes que se burlan de la fe o la raza de otros, o bien de su estatus en la sociedad. Esta semana resulta oportuno que recemos para resarcir nuestros pecados y los del mundo que continúa humillando a Jesús.
Es difícil pararse al pie de la cruz. No nos gusta enfrentarnos a cosas desagradables. No nos sentimos cómodos en presencia del sufrimiento ajeno. Resulta especialmente difícil pararnos al pie de la cruz porque hemos tenido parte de culpa en el sufrimiento de Jesús quien cuelga en la cruz.
En otra reflexión el difunto cardenal Bernardin señaló que pararse al pie de la cruz es algo difícil para todas las generaciones, especialmente la nuestra.
Al encontramos allí “inmediatamente nos asalta el sufrimiento extremo que padece Jesús por nuestra causa. En una época como la nuestra, marcada en parte por la búsqueda del alivio instantáneo del dolor, pararnos en el Calvario exige un valor y una determinación especiales. Pero estar al pie de la cruz nos enseña algo muy profundo: al final lo que cuenta es que aceptamos lo que Dios nos pide, sin importar el costo” (Ibid. p. 117).
Quizás sea por ello que nuestra Iglesia se aferra a la tradición de exhibir en los templos el crucifijo con la imagen del cuerpo de Jesús en ella. Deseamos y necesitamos recordar que una persona humana extendió sus brazos sobre la cruz y sufrió profundamente debido a su amor por nosotros.
Nuestros crucifijos contienen un realismo cristiano sobre la vida y la resurrección y tocan una fibra sensible en nuestra experiencia humana. El amor de Cristo exige nuestro amor como respuesta. ¡Que podamos escudriñar en nuestros corazones y renovar nuestro amor por Cristo, especialmente cuando lo encontramos en el prójimo, durante la tarde del Viernes Santo, mientras besamos el madero de la cruz!
Para Jesús, un judío, miembro del pueblo elegido, resultó humillante ser ejecutado a las afueras de los muros de la ciudad sagrada. El destierro era la deshonra más grande. No obstante, ¿acaso no podríamos ver ese destierro como el derribamiento de los muros que separan a los pueblos?
Mediante su victoria sobre la muerte Jesús derribó los muros que separan al prójimo. Porque, como Jesús nos enseñó, todo el mundo es nuestro prójimo.
En la Misa del Viernes Santo, el oficiante nos guiará en oraciones solemnes para todos los pueblos, para todo el prójimo de nuestra familia humana.
Recemos con humildad y con corazones arrepentidos y generosos. †