Alégrense en el Señor
La justicia divina siempre está templada por la misericordia
En su encíclica “Evangelium Vitae” (“El Evangelio de la vida”), San Juan Pablo II recuerda la historia del primer acto de violencia de la humanidad: el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín (Gn 4:2-16).
“Caín dijo a su hermano Abel: ‘Vamos afuera.’ Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató. El Señor dijo a Caín: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’ Contestó: ‘No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?’ Replicó el Señor: ‘¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo’ ” (Gn 4:8-10).
Según prosigue la historia, el Señor maldice a Caín y le dice que será incapaz de labrar el suelo y que andará vagabundo y errante por la Tierra. Caín protesta: “Mi culpa es demasiado grande para soportarla” (Gn 4:13). Caín teme por su vida: “Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia … y cualquiera que me encuentre me matará” (Gn 4:14).
“Al contrario”—le responde el Señor—“quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces. Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara” (Gn 4:15).
Esta es una historia extraña y trágica que marca el inicio de los horrores de la inhumanidad del hombre contra el hombre durante siglos. Tal como lo señala San Juan Pablo: “Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre” (“Evangelium Vitae, #8).
El terrible asesinato de Abel debe ser vengado y Dios castiga a Caín: lo excomulga, convirtiéndolo en un paria y un fugitivo en su propia tierra. La sentencia es justa, pues Caín ha renunciado a su derecho de ser un integrante productivo de la sociedad. Por consiguiente, es condenado a la soledad y a la frustración, oculto del rostro de Dios.
Pero Caín teme un castigo todavía peor: que aquellos que decidan vengar la muerte de su hermano lo maten. Sabe que la venganza es el instinto natural del hombre, una poderosa motivación para aquellos que han sido injustamente privados de un ser querido.
Pero Dios tiene otros planes. Su justicia está templada por la misericordia y no desea que a una muerte trágica siga otra. Así que el Señor prohíbe a todos que maten a Caín. Los amenaza con un castigo severo (¡siete veces más severo!), para cualquiera que ose tomar la vida de Caín. “Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara.”
San Juan Pablo II utiliza este poderoso relato bíblico de Caín y Abel para recordarnos que Dios obra de una forma muy distinta a nosotros. Su justicia es rápida y severa, pero nada tiene que ver con el deseo de venganza.
De hecho, el Santo Padre nos dice que la justicia divina paradójicamente se mezcla con su misericordia. “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal” escribió el Santo Padre (“Evangelium Vitae,” # 9). La santidad de la vida humana trasciende todas las categorías terrenales. Se trata de una verdad absoluta que el propio Dios se compromete a garantizar.
La verdad acerca del valor incomparable de cada ser humano conllevó a que San Juan Pablo (víctima él mismo de un intento de asesinato que casi tuvo consecuencias mortales) propusiera que, si bien es cierto que la autoridad civil tiene el derecho de imponer la pena de muerte en casos de absoluta necesidad (cuando no se dispone de otra vía) “estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes” (“Evangelium Vitae,” #56).
Él creía que hoy en día no existe un argumento moral o de política pública lo suficientemente convincente para justificar la pena de muerte como una vía de castigo legítima, ni siquiera para los crímenes más aborrecibles. Ningún asesino en serie, terrorista o portador del mal tiene que ser ejecutado con el objetivo de proteger a nuestra sociedad. Existen otras formas para defender el orden público y garantizar la seguridad del pueblo.
Como resultado, el Catecismo de la Iglesia Católica establece claramente la postura de la Iglesia en este tema tan controvertido: “Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (#2267).
A diferencia del aborto y la eutanasia, que son actos intrínsecamente malvados y jamás permisibles, la autoridad civil legítima quizás tenga que recurrir a la pena capital en un caso extremo (“muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”).
Pero tal como nos enseña la Iglesia, en casi cualquier caso imaginable, la forma del Señor—la justicia templada por la misericordia—es la forma correcta. †
Traducido por: Daniela Guanipa