Alégrense en el Señor
La resurrección de Jesús nos libera de la corrupción del pecado y de la muerte
El papa Francisco distingue claramente entre el pecado, del cual todos somos culpables, y la corrupción que constituye una forma de muerte espiritual grave que el Santo Padre tilda de “imperdonable.” ¿Le sorprende escuchar que el Papa, quien constantemente hace énfasis en la misericordia divina, considere que existe algo que represente una ofensa imperdonable contra Dios?
En el Evangelio según San Marcos, Jesús dice: “Les aseguro que todos los pecados y blasfemias se les perdonarán a todos por igual, excepto a quien blasfeme contra el Espíritu Santo. Éste no tendrá perdón jamás; es culpable de un pecado eterno” (Mc 3:28-29). ¿Acaso el papa Francisco considera que la corrupción es una forma de blasfemia contra el Espíritu Santo?
Al igual que Jesús, el papa Francisco acoge a los pecadores (que no es lo mismo que justificar nuestros pecados), pero define el límite en la hipocresía a la que denomina el lenguaje de la corrupción. “Eran pecadores como todos nosotros, pero que dieron un paso más—expresa el Papa—. Se consolidaron en el pecado y no sienten la necesidad de Dios. O al menos, se creen que no la sienten, porque en el código genético existe esta tendencia hacia Dios. Y como no pueden negarlo, se hacen un dios especial: ellos mismos. He ahí quiénes son los corruptos.”
Para el Papa Francisco la corrupción significa la muerte del alma, la total perversión de nuestra relación con Dios. Todos somos pecadores; todos nos alejamos de Dios, a veces de formas graves o mortales.
Pero en cuanto al pecado, el corrupto “da un paso más.” De acuerdo con el papa Francisco, han permitido que la corrupción del mal, las actitudes hipócritas y las acciones pecaminosas los transformen en “el anticristo.”
Estas son palabras muy fuertes para un Papa que sistemáticamente proclama la misericordia de Dios. A medida que nos preparamos para el Segundo Domingo de Pascua, el Domingo de la Divina Misericordia, analicemos con mayor detenimiento nuestra libertad para rechazar por completo a Dios (con lo que podemos corrompernos por obra del pecado y de la muerte) y la infinita misericordia de Dios. Dios siempre nos perdona; pero nosotros no siempre aceptamos su misericordia.
En su encíclica “Dives in Misericordia” (“Ricos en misericordia”), San Juan Pablo II nos recuerda que la misericordia es una característica distintiva de la comprensión de Dios para judíos y cristianos, de cómo Dios se relaciona con Su pueblo y de lo que espera de nosotros.
“Lento para la ira y grande en amor” es la frase que se repite una y otra vez en las Escrituras. Las parábolas, las enseñanzas y los ejemplos de Jesús sistemáticamente enfatizan en la misericordia divina (y en nuestra obligación de demostrar misericordia). La misericordia divina tiene un aspecto de reciprocidad; se espera que aquel que es amado y perdonado demuestre compasión y perdón hacia el prójimo. En el Padrenuestro le imploramos a Dios nuestro Padre que “perdone nuestras ofensas así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.”
La pasión, muerte y resurrección de Jesús son la máxima expresión de la misericordia divina. “Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por su misericordia,” nos dice San Pablo (Ti 3:5). Pero a menos que reconozcamos nuestra condición de pecadores y la misericordia de Dios—que es lo único que puede liberarnos—seguimos atrapados en nuestros pecados, arrastrando el lastre de la corrupción en nuestras mentes y corazones como personas miserables que no pueden llegar a conocer la alegría de la Pascua.
La resurrección de Jesús nos libera de la corrupción del pecado y de la muerte. El Evangelio del Segundo Domingo de Pascua nos presenta a los discípulos reunidos y atemorizados a puerta cerrada. El Señor calma sus temores y les confía una misión. Les muestra sus manos y su costado que exhiben las marcas de la pasión y les dice: “Como el Padre me envío a mí, así yo los envío a ustedes. Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” (Jn 20:21–23). Jesús les confió el don de “perdonar los pecados,” un don que procede de las heridas en sus manos, sus pies y, especialmente, de su costado perforado. De ellos emana la misericordia para toda la humanidad.
Aquellos que están tan corruptos que no pueden aceptar ni compartir con los demás los dones redentores de la misericordia de Dios, se encuentran al borde de la muerte espiritual. Se han alineado con embusteros, impostores e hipócritas (“los anticristos”).
La resurrección de Jesús nos libera de la corrupción del pecado y de la muerte. La misericordia de Dios se extiende a todos sin importar su condición de pecador, de corrupto. Sin embargo, la pregunta que debemos formularnos es: ¿Podemos abrirnos a la gracia liberadora de Dios? ¿Podemos decirle “sí” al amor misericordioso de Dios y ser misericordiosos con los demás? †
Traducido por: Daniela Guanipa