Cristo, la piedra angular
Los santos, grandes y pequeños, nos llevan a Cristo
Hoy, viernes 1 de octubre, es la festividad de santa Teresita del Niño Jesús, “la florecita de Jesús.” El lunes, 4 de octubre, celebraremos la festividad de san Francisco de Asís, cuya vida fue relatada por sus primeros seguidores y publicada como Las florecillas de san Francisco. Junto con María y todos los santos, estas dos “florecitas” dan testimonio de la grandeza de Dios y de la maravillosa belleza de toda la creación divina.
Al principio, santa Teresita (1873-1897) parece ser un testigo de menor importancia; murió joven, a los 24 años, y pasó casi toda su vida en Lisieux, Francia, y en el Carmelo de Lisieux como monja de clausura. Pero su impacto fue poderoso y se extendió mucho más allá de los muros del claustro de su pequeño pueblo.
Sus escritos, especialmente La historia de un alma, son conocidos en todo el mundo, y le han valido los títulos de “Doctora de la Iglesia” y “Patrona de las Misiones.” Tal como el papa emérito Benedicto XVI escribió en una ocasión: “Teresita es una de las ‘pequeñas’ del Evangelio que se dejan llevar por Dios hasta las profundidades de su Misterio.”
San Francisco de Asís (1182-1226), por su parte, fue una figura de gran envergadura cuyos gestos grandiosos y cuya interacción con papas, sultanes y con todos los que conoció, ciertamente puede calificarse como un testimonio magnánimo de la alegría del Evangelio. La vida y las enseñanzas de esta flor no tan pequeña le han valido un lugar destacado entre todos los santos y mártires que, de diferentes maneras, han dedicado su vida a la búsqueda de la santidad.
Como dijo el papa Benedicto de este santo de Asís, “Desde la altura de la Cruz [de san Damián], que ahora se conserva en la Basílica de Santa Clara, Francisco oyó a Jesús decirle: ‘Ve a reparar mi casa que, como ves, está toda en ruinas.’ Esa ‘casa’ era, en primer lugar, su propia vida, que necesitaba ser reparada mediante una auténtica conversión; era la Iglesia, no la hecha de piedras, sino de personas vivas, siempre necesitadas de purificación; era toda la humanidad, en la que Dios le gusta habitar.”
Teresita de Lisieux y Francisco de Asís son dos “flores” muy diferentes cuya belleza llena la Tierra hasta nuestros días, cientos de años después de que vivieran y murieran dando testimonio de la persona de Jesucristo. Celebramos sus fiestas durante los próximos días para recordar que todos estamos llamados a la santidad y que, paradójicamente, lo que nos puede parecer poco o insignificante puede ser magnífico a los ojos de Dios.
Independientemente de quiénes seamos, o cuál sea nuestro estado de vida, todos tenemos la misma vocación: Llevar adelante la misión que se nos confió en el bautismo: “Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28:18-20).
Como misioneros, nuestro trabajo apostólico puede limitarse a la casa—a nuestras familias, amigos y compañeros de trabajo—o puede extenderse hasta los confines de la Tierra. Si queremos imitar a las “florecitas,” cuyo gran amor por Jesús y su Iglesia las transformó en gigantes que siguen tocando la mente y el corazón de millones de personas en todo el mundo, debemos permanecer cerca de Jesús en la oración, en los sacramentos y en el servicio a los demás.
Como nos recuerda con frecuencia el papa Francisco, los santos son personas corrientes que están cerca de Dios. Lo que les hace destacar no es su estatus especial, sino sus corazones llenos de amor y su voluntad de ir más allá en el servicio a sus hermanas y hermanos en Cristo.
A los ojos de Dios, lo que hace “grande” a una mujer o a un hombre no es la riqueza, ni el
poder ni la posición social. La
grandeza se mide por nuestra
humildad, nuestro amor desinteresado a Dios y al prójimo, y por nuestra disposición a sacrificar
nuestra propia comodidad y
seguridad por el bienestar de los demás. En su exhortación apostólica “Gaudete et Exultate” (“Alegraos y regocijaos”), el papa Francisco
identificó los siguientes “cinco signos de santidad”:
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Aguante, paciencia y mansedumbre.
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Alegría y sentido del humor.
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Audacia y fervor.
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En comunidad.
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En oración constante
Estas son ciertamente características que destacan en las vidas de Teresita de Lisieux y Francisco de Asís. A pesar de sus personalidades tan diferentes, sus vidas irradiaban fuerza interior, alegría, audacia, amor por la vida en común y oración constante.
Que su ejemplo nos inspire a vivir como ellos, independientemente de nuestro tiempo, lugar o dones individuales. †