Cristo, la piedra angular
Una llamada a ‘la perfección del amor’ en nuestras vidas
“Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (“Constitución Dogmática sobre la Iglesia,” “Lumen Gentium,” #40).
Una de las enseñanzas más importantes del Concilio Vaticano II es “el llamado universal a la santidad” (véase “Lumen Gentium,” #40).
Partiendo de la convicción de que todo ser humano (hombre, mujer y niño) está hecho a imagen y semejanza de Dios, el llamado a la santidad que cada uno de nosotros recibe de nuestro Creador pretende acercarnos al misterio de la Santísima Trinidad. Al crecer en santidad, también nos acercamos a nosotros mismos, a nuestra propia identidad y misión únicas como pueblo santo de Dios.
A lo largo de la historia de la religión, la cualidad de “santo” significaba estar apartado, fuera de lo ordinario, y ser sagrado en lugar de profano. Un lugar santo es aquel en el que Dios apareció y por lo tanto hay que venerarlo y protegerlo del uso inadecuado. Se dice que un objeto es santo si ha sido utilizado para cumplir la voluntad de Dios. Por eso la Cruz de Cristo, un instrumento de tortura y muerte, puede llamarse santa: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos porque por tu Santa Cruz has redimido al mundo.”
Las personas son santas cuando se dejan transformar por la gracia de Dios y pasan de ser individuos egocéntricos a miembros de la familia de Dios, hermanos y hermanas de todos, independientemente de su raza, religión, etnia, situación económica o social. Ser santo es estar alejado o apartado de la condición pecaminosa que ha existido desde que nuestros primeros padres nos alienaron de Dios, de los demás y de nosotros mismos.
El llamado universal a la santidad es una invitación a volver a nuestro estado original de gracia. Es un reto para cada uno de nosotros, para que nos desprendamos de nuestras costumbres egoístas y pecaminosas y seamos como Cristo, que vino “a servir, no a ser servido” y que entregó su vida como rescate por nosotros cuando no lo merecíamos (Mt 20:28).
El llamado a la santidad no es un camino fácil; va en contra de todas nuestras inclinaciones y tendencias como pecadores. Por eso la Iglesia nos ofrece el ejemplo de María y de todos los santos.
Si queremos ser santos, es decir, acercarnos a Dios y a los demás, se nos invita a vivir como vivieron los santos. Se nos desafía a crecer en nuestra capacidad de reconocer y aceptar la voluntad de Dios para nosotros. Se nos pide que renunciemos a nuestro ego, a nuestra intolerancia, a nuestra autoindulgencia y a nuestra indiferencia ante las necesidades de los demás. Por último, se nos invita, y se nos desafía, a seguir las huellas de Jesús como fieles discípulos misioneros.
Con la única excepción de María, ninguno de los santos estaba libre de pecado. Eran mujeres y hombres corrientes que luchaban por responder al llamado del Señor a crecer en santidad en medio de las circunstancias particulares de sus vidas. La Iglesia nos presenta sus vidas para ayudarnos y animarnos.
Seguramente, de entre todos los miles de santos (conocidos y desconocidos) hay algunos con los que podemos identificarnos. La Iglesia nos anima a elegir a nuestros santos predilectos, a reflexionar sobre sus vidas y a pedirles ayuda cuando nos enfrentemos a dificultades similares en nuestro esfuerzo por crecer en santidad.
La santidad no es fácil, pero la gracia de Dios es suficiente para ayudarnos a afrontar y superar los retos.
Al mismo tiempo, la santidad no significa simplemente aceptar pasivamente la gracia de Dios; es más bien una respuesta activa para conservar y perfeccionar en nuestra vida la santificación que hemos recibido de Dios (“Lumen Gentium,” #40).
La santidad es la forma de vida para cualquiera que busque seguir a Cristo. Nos exige cultivar nuestra relación con Dios mediante la oración diaria, los actos de caridad y la “participación plena, consciente y activa” en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia.
La Iglesia propone a María, Madre de la Iglesia, como modelo de santidad cristiana. Sus palabras y su ejemplo a lo largo del Nuevo Testamento nos muestran lo que significa apartarse del egoísmo y del pecado.
María es santa porque permanece cerca de Dios, porque escucha su Palabra, porque acepta lo que no entiende y porque siempre cumple la voluntad de Dios.
El dolor, el miedo y la decepción acompañan a María durante el viaje de su vida, pero ella nunca se rinde. Confía en la providencia de Dios diciendo: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1:38).
Que la gracia de Dios nos ayude a repetir a menudo las palabras de María mientras nos esforzamos por crecer en santidad. †