Cristo, la piedra angular
Sin Cristo, no podemos hacer nada; con él, podemos florecer
“Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn 15:5).
Sin Cristo, no podemos hacer nada. No se trata de una exageración ni de una simple declaración piadosa sino que de un hecho. Nuestras vidas dependen totalmente de Dios. Como leemos en Hechos de los Apóstoles, “En él, efectivamente, vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17:28).
Jesús pronuncia una declaración audaz en el Evangelio citado al comienzo de esta columna mientras prepara a sus discípulos para la separación radical que tendrá lugar tras su muerte, resurrección y ascensión al cielo. Aunque ya no estarán juntos en esta vida, su unión sigue siendo fuerte.
Jesús utiliza la imagen de una viña. “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador,” les dice (Jn 15:1). Al igual que los sarmientos de una vid están interconectados y funcionan como una sola planta con muchas extensiones, todas ellas dando fruto, nosotros, que somos discípulos de Jesús, recibimos la vitalidad de él.
La vida es el don original excelso de Dios. Por la gracia de Dios, nacemos en este mundo. Es gracias al poder sustentador de Dios que vivimos, respiramos y funcionamos como miembros de la familia humana.
Además, por el poder del Espíritu Santo, somos bautizados, renacemos en Cristo nuestro Salvador, y se nos da una razón de existir: ser discípulos misioneros que proclaman la Buena Nueva de nuestro Señor Jesucristo a todas las naciones y pueblos.
Dios nos ha dado muchos talentos y habilidades: somos personas inteligentes, creativas y solidarias; podemos construir ciudades complejas y desarrollar tecnologías maravillosas; podemos crear espléndidas obras de arte y escribir brillantes tratados de filosofía y teología. Pero sin Cristo, no somos nada.
Cristo es la vid y nosotros somos los sarmientos. Especialmente cuando nos unimos a Jesús en la Eucaristía, donde el pan y el vino ordinarios se transforman en su Cuerpo y su Sangre, recibimos de él todo el alimento y la vitalidad necesarios para crecer y dar fruto.
Unidos a Cristo, podemos florecer, podemos amar y servir a los demás, como Jesús nos ama y nos sirve. Pero cortados de él, nos secamos y nos volvemos inútiles, como las ramas de un árbol muerto. “El que no permanece unido a mí, es arrojado fuera, como se hace con el sarmiento improductivo que se seca; luego, estos sarmientos se amontonan y son arrojados al fuego para que ardan,” afirma el Señor (Jn 15:6).
La imagen de una vid y sus sarmientos era muy familiar para la gente de la época de Jesús. Dependían de los frutos vivificantes de la vid, y sabían lo que se sentía cuando una rama se separaba de su fuente primaria de sustento. Jesús utiliza esta imagen para ayudar a sus discípulos (y a todos nosotros) a establecer la conexión esencial entre su amor vivificante y nuestra capacidad para florecer como mujeres y hombres hechos a imagen y semejanza de Dios.
El amor es el alimento que necesitamos para vivir bien y servir a los demás desinteresadamente. Jesús nos dice que su Padre es la fuente del amor que comparte con nosotros para que amemos a Dios y a nuestro prójimo a cambio. Por eso, Jesús les dice a sus discípulos (y a todos nosotros):
Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes. Permanezcan en mi amor. Pero sólo permanecerán en mi amor si cumplen mis mandamientos, lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que participen en mi alegría y la alegría de ustedes sea completa. Mi mandamiento es este: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos. (Jn 15:9-13).
El fruto que nace del amor es la alegría. Si cumplimos el mandamiento del Señor—“ámense los unos a los otros como yo los he amado”—nuestra alegría será completa. Pero si permitimos que nos separen del amor de Dios, únicamente conoceremos el aislamiento y la amargura que afligen a las ramas que son cortadas de su única fuente de vida.
Mientras continuamos nuestra celebración de la temporada de Pascua, pidamos la gracia de recordar, y creer de verdad, que cuando ofrendamos los dones del pan y el vino en la misa, también ofrendamos nuestra vida a Dios en agradecimiento por todo lo que somos en Jesucristo. Él es la vid, nosotros somos las ramas y sin Cristo no somos nada. Por él, con él y en él, damos gloria a Dios—Padre, Hijo y Espíritu Santo—y podemos florecer como las ramas de una vid que da mucho fruto. †